NUNCA JAMÁS

Mi padre pasó sus últimos… no sé, creo que 15 años, enfermo de Alzheimer. Allí, escondido, alejándose de lo que llamamos realidad.
Quizás la imaginación no fuera suficiente; o quizás el incesante asedio de lo cotidiano acabó por derribar sus muros y no le quedó más remedio que construir otros; que adentrarse en un mundo nuevo, desconocido, silencioso, inescrutable, desde el que solían brillar sus ojos aún alegres.
La lectura y la música parecían ordenar su mente. Nunca entenderé cómo, nunca sabré hasta qué punto fue así. Tampoco pudo entenderlo mi madre: no logró entrar, lo intentó con todas sus fuerzas, pero de nuevo lo cotidiano se convirtió en el garfio del que colgaban sus esperanzas antiguas y solo le quedó la muerte. Mi hermano Pablo y yo nos convertimos en niños perdidos; cada uno trata de bailar como mejor sabe.
Durante años miré sus ojos, los de mi padre, sin entender dónde estaba, sin ser capaz de alcanzarlo. Quizás en algún gesto, en algún sueño extraviado… No, no lo logré. Ni siquiera en la imaginación que, es cierto, me ayudó a pensar que la identidad no está en la memoria; al menos, no toda. La misma que me ayudó imaginar que en el aparente sin sentido seguía estando mi padre. No sé si era así, no tengo respuesta.
Solemos creer que hay que entender las cosas, que las certezas se comprenden, se explican, se razonan. Pero no es verdad. Solo entendemos lo que sentimos. Al menos, ese es mi caso.
Por eso hoy sé que durante todos estos años mi padre halló un sitió en su infancia, en su imaginación, en sus sueños… incluso habiéndolos olvidado; incluso viéndolos perderse entre los dedos de lo incomprensible. Hoy sé que pasó todos esos años en Nunca Jamás. Hoy sé que la mueca de incredulidad o desprecio a esta certeza es la misma que le llevó hasta ese lugar. Y sé que allí permaneció hasta poco antes del pasado enero; hasta que fue capaz de dejar de olvidar.
No, no es un consuelo.
Sentirlo no puede consolarme del hecho de no haber sido capaz de llegar hasta allí. Y no me hace sentir mejor ni me permite dulcificar el olvido o la muerte; todo eso continúa rodando con la misma dureza de lo cotidiano. Sigo sin entender. Solo digo lo que hoy sé y, podéis creedme, lo hago entre las mismas lágrimas que me empujan a sentirlo.
Por otro lado, no puedo dejar de darle las gracias a Peter Pan por abrirle las puertas de su mundo. Y, del mismo modo, quiero darte las gracias a ti, Papá, por enseñarme a ver. O, al menos, por enseñarme a intentarlo contra viento y marea; contra el aparente sentido y la inescrutable lógica.
Maravilloso Gonzalo! Es una forma muy gráfica de explicar dónde están las personas con Alzheimer y lo duro que es intentar traerlas aquí o acompañarlas allí! Enhorabuena!
Muchas gracias, Manolo. Un fuerte abrazo
Gracias, Manolo. Así es. Tan duro como hermoso y siempre demasiado cargado de sentimientos que se contradicen.
Un fuerte abrazo.
Otro para ti
Gonzalo, con qué sensibilidad, cariño y profundidad te adentras en ese espacio sin nombre…
Muchas gracias, Belén. Muchas gracias.
La identidad de tu padre no estaba en su memoria, está en la tuya, en la de tu hermano, en la de tu madre y en la de todos las personas que lo conocieron lo amaron, lo admiraron o lo odiaron. La vida es muy larga Gonzalo.
Qué ilusión leer tu comentario, Mariluz. Un abrazo enorme y muchas gracias por tus palabras. Es verdad, la vida es muy larga y, ya ves, hay reencuentros maravillosos en los requiebros. Como este.