El paréntesis corso

Desde la ciudad de Bastia, con el cielo despejado, se puede ver la isla de Elba. Allí urdió Napoleón su vuelta al trono de Francia. Allí nacieron los Cien Días. Su último asalto. Y allí se forjó el triunfo del hombre frente al emperador. Algo que solo podía darse en la derrota.
Hasta allí he viajado.
Y he tenido que cruzar las tortuosas carreteras corsas para aprender que todo se deshace. Que las relucientes creencias, convicciones o dudas dejan el espacio que ocupaban y, derretidas por la dureza del sol mediterráneo, brillan con otro aire.
He aprendido que es hora de caminar sobre las huellas de Platón; de aceptar que la búsqueda de lo verdadero es más importante que el éxito de la propia teoría.
Al coger el avión en Marsella, creía que estaba emprendiendo un viaje más. No era así. Estaba empezando a deshacer mi propia existencia. A verme con ojos prestados. A entender que cada una de las playas, de las montañas, de las curvas de Córcega no es más que la anécdota que rodea la historia de un beso, de una amistad.
Sin eso, Córcega no existe. Ni el mundo, ni nada por lo que valga la pena seguir buscando. Sin eso desaparece la ingenuidad de volver a intentarlo.
Córcega es un reflejo, un paréntesis, una idea nacida de la inmortalidad de un beso; del beso de la amistad inquebrantable, de la pérdida de mis propios pasos, de la ausencia de lo que hasta ayer era cierto y hoy he olvidado.
Un sueño fulgurante, un rayo eterno, un deseo de inmortalidad. Eso es Córcega. Saber que no importa perder un imperio, que en la duda bailan ansiosos los posos de la verdad.
Y todo por un beso.