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Diario de un 27 de septiembre

16 de noviembre de 2015

Estas páginas iban a formar parte de un diario. Una serie de escritores escribíamos un diario el 27 de septiembre, siguiendo la idea original de Gorki. Nunca llegó a editarse. Aquí está mi 27 de septiembre de hace algunos años.

Son las 7:30, el mundo vuelve a abrirse. Mi familia vuelve, mis manos, mi cara… ahí está todo, otra vez. Ya estoy cansado de estar en la cama, me levanto. Alejandra está despierta, se ha levantado porque quiere pegar sus cromos antes de ir al colegio. También Jacobo; su hermana le ha despertado y han venido los dos a nuestra habitación. Mónica está adormilada.

Me despido y bajo al garaje, me pongo el casco y salgo a la calle. Hace frío, el otoño ha entrado. No hay demasiado tráfico. Ir en moto, zigzaguear entre coches y acelerar, empujar el día, es una sensación fantástica.

Antes de empezar a trabajar, echo un vistazo a los periódicos. Juicios, asentamientos palestinos, economía, fútbol, Venezuela, la reedición de una novela de Heinrich Mann, un artículo sobre los escritores y las redes sociales (tendré que pensar en el tema). Leo que hay 925 millones de hambrientos y al lado la foto de un niño descarnado llorando. Fernando Alonso ha ganado la carrera de Singapur con su Ferrari. John Le Carré escribe que la barbarie es fruto de la mediocridad. Creo que no, en todo caso de la ignorancia, pero no de la mediocridad. Y tampoco de la ignorancia, no necesariamente, al menos. La barbarie es parte del hombre. Como la maldad. Basta cerrar los ojos para verla, para sentirla dentro, latiendo adormecida.

Vuelvo a cruzar Madrid. Tengo reunión en el colegio de mis hijos. Nos hablan de los objetivos del curso, de cómo van a empezar a leer y a escribir, a entender el mundo a través de las palabras. Saludo a los otros padres. Natalia ha leído Crónicas de humo este verano y me habla de Alphonse Masqué: le ha gustado.

He quedado a comer en Iroco, en Velázquez, con José Luis Sánchez, vicerrector de la Universidad Católica de Valencia. También viene mi amigo Iván. Hablamos de la presentación en Valencia de mi nuevo libro, A pesar de la tierra, que inaugurará las tertulias literarias que el vicerrector me ha ofrecido dirigir en su universidad. Iván ha acompañado hoy a María Luisa a llevar a su padre a una residencia. Su padre no se da cuenta de nada, pero ella no puede esquivar el dolor. Nada ha cambiado, el padre ausente y la niña a su lado. Como siempre, durante la vida entera. La búsqueda de María Luisa me conmueve. La necesidad del padre, la necesidad de creer, de mover el tiempo con la memoria, con los pasos de hoy.

Escribo a Antonio (mi editor), hemos quedado esta tarde en la presentación la presentación del primer libro de diarios, 27 de septiembre, un día en la vida de las mujeres, y tiene que llevarme un ejemplar de A pesar de la tierra (aún no lo he visto impreso). No me contesta. Todo es lento. Siempre. Mi vida se arrastra a la espera de los acontecimientos que, inciertos, no acaban de llegar. Me voy al Retiro a correr. Soy un buen corredor de fondo. Cuando corro todo se transforma, introduzco una idea en mi cabeza y trato de mantener un buen ritmo durante unos quince kilómetros. La carrera de fondo es algo mental, lo físico es secundario. Pienso en el teatro en la novela, en el artículo que voy a enviar a Manual de Uso Cultural, en cómo la dramatización modifica la visión del lector, abre la novela y encuentra otra perspectiva al sentar en la sala de butacas al narrador. Acelero durante un kilómetro y luego voy bajando la intensidad. Cuando llego a casa oigo cómo Mónica, Alejandra y Jacobo suben por el otro ascensor. Nos saludamos con el alborozo de la sorpresa y entramos. Les hablo del diario. Alejandra se sorprende de que esté escribiendo sobre ellos, me pide que lo lea en alto. Se ríen, sin acabar de creerme.

Mensaje de Antonio: tiene un pólipo sangrante y no puede ir a la presentación de 27 de septiembre, debe guardar reposo. De nuevo, el tiempo estancado. Me siento inquieto, desbordado, ansioso; con la necesidad de ver el tiempo derramado y cubriendo mis pies. Sin embargo, abro los ojos y veo cómo el mundo permanece inmóvil, estéril, hirviendo junto a mis ansias insatisfechas. Me voy a la presentación, aunque no vaya Antonio, aunque no vaya a llevar mi libro, quiero oír a Esmeralda Berbel, saber lo que dice de los diarios.

Subo a la Vespa y vuelvo a cruzar Madrid. Entro en la librería, el espacio para la presentación es pequeño. Acaba de empezar. Me quedo arriba, hojeando libros y escuchando la presentación de fondo. Esmeralda Berbel habla del diario, de Gorki, del 27 de septiembre, habla de los escritores que ahora escribimos este otro diario. Me alegro de permanecer oculto, escuchando como un cazador furtivo. Hojeo Izquierda y derecha, lo último que he leído de Joseph Roth. He dado el apellido del protagonista a un personaje de la novela que estoy acabando. Un pequeño homenaje a Roth. Suelo dejar pequeños homenajes, rastros de mis lecturas en mis novelas, algunos imperceptibles, otros, como éste, más evidentes. Esmeralda Berbel distingue el diario de la ficción. Escucho los fragmentos que lee y al oír la forma en que están redactados pienso que se encuentran en el mismo campo que los relatos de ficción, que todo es ficción, y todo es autobiografía, y que apenas hay alguna diferencia entre novela y diario. Cambian los personajes, eso es todo. No se puede escribir sin ficcionar, y no es posible escribir sin estar presente; al menos, si se quiere escribir la verdad. Y todo lo que escribo es verdad, es real, acabe de ocurrir o aparezca según lo escribo, no hay diferencia. Pienso en mi padre: aventurero, poeta, extravagante soñador… hoy con Alzheimer. ¿Qué es para él un diario? ¿Qué piensa al irse a la cama? ¿No es real lo que él piensa? Sus pasos se cruzan y elabora un diario que no avanza con los dictados habituales del día, sin embargo, su memoria escribe la verdad; la verdad mezclada y convertida en ficción. El diario desprovisto de ficción es un imposible: sobre hechos reales se escribe ficción. Y la ficción sin verdad sólo es un cuento fútil e indigno. Esa es la cuestión, la verdad, la que debe envolver toda escritura. Pienso en Solzhenitsyn, en Archipiélago gulag describe el terror y trata de recordar con el máximo rigor lo que ha vivido, sin embargo, nos dice que en su obra primero es el aspecto literario, luego el espiritual y filosófico, por último el político; no importa que cada una de las descripciones, cada uno de los nombres, de los recuerdos, sean exactas, lo que importa es que son verdad, la misma verdad que había en su primera novela. Él lo dijo, “una palabra de verdad vale más que el mundo entero”.

Cuando vuelvo a casa las luces ya están apagadas. Abro una cerveza y escribo. Y el tiempo vuelve a cambiar, a adaptarse al ritmo de mis palabras, de los personajes. No sé durante cuánto tiempo escribo, no importa, pero cuando me acuesto hace varias horas que ya no es 27 de septiembre. Supongo que estas últimas líneas se han colado en el diario desde el día siguiente. Como la memoria, mis últimas frases modifican el tiempo, alargan el día de esta narración y vuelven a crear lo que ocurrió. Me pregunto si habrá sido así, como lo he escrito.

Gonzalo Manglano.

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