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Cuestión de equilibrio

27 de octubre de 2016

El veterinario es el padre de una amiga de su hija pequeña. Fernando no está, hace varios años que trabaja en África y solo puede imaginar la escena. Su mujer se ha quedado en España con sus hijos. Decidieron que sería así, que no podían sacarlos del colegio ahora, que no se fiaban de las escuelas africanas. Ella acompaña al cuidador de su padre y llevan al perro al veterinario.

Toy, así se llama el perro, es viejo, está ciego y ya casi no puede andar. Habría que someterlo a una especie de tortura en forma de operaciones que solo retrasarían la muerte. Así que han tomado la decisión de adelantar ese día. No es la primera vez que Fernando se encuentra con esa misma escena, aunque ahora la tiene que imaginar desde lejos. La anterior fue hace unos años, con otro perro, Baloo. En aquella ocasión el veterinario fue a su casa. Y en el suelo de la cocina, junto al banco de madera, acarició a su perro mientras le inyectaban el veneno. Entonces se relajaron los esfínteres y salió la orina de la vejiga, como un último recuerdo de nuestra condición. Lo llevaron al campo y allí lo enterraron. Lo mismo va a pasar ahora con Toy. Pero esta vez es diferente. Esta vez cierra una época.

Con su madre muerta hace un par de años, con su hermano en un centro de rehabilitación, viviendo en África y con su padre sin saber dónde está, la muerte de Toy supone una grieta en su pequeña historia; una especie de antes y después. Como si de la muerte de Cristo se tratara. Al final, lo importante se queda en lo cercano, en lo que podemos ver sin usar Internet, sin necesidad de atender palabras lejanas.

Desde lejos, Fernando observa como todo esto acerca a su padre a la muerte y se pregunta qué habrían hecho de poder ponerle una inyección. ¿Es mejor ahorrar el sufrimiento al prójimo, a un animal, a quien quieres? ¿Es correcto evitar el estertor del tiempo, los sufrimientos de la vejez, la propia vejez? No encuentra una respuesta, todas parecen posibles. En su búsqueda solo encuentra el vacío. La mirada atrás, al tiempo perdido, hoy cerrado. Y de repente tan, tan lejano.

Toy era el puente: el último al que su padre llamaba por su nombre, el último que ha vivido siempre en esa casa y ha caminado entre los dos tiempos, entre el que se cierra y el que parece que ahora les envuelve. Es verdad, todo es una percepción, una imagen intelectual que separa el tiempo y se empeña en dividir las épocas, los momentos de una vida. Pero esas imágenes son las que nos enfrentan a la realidad y la suya hoy, empeñada en mirar atrás, convierte la vida en un recuerdo.

Desde su casa puede ver el océano. Es temprano y la bruma de la mañana empieza a levantarse. Siente que también él se acerca a la muerte. No es una cuestión de edad, solo es una de esas imágenes que nos enfrentan a la realidad. Sea lo que sea. Una imagen que le lleva a caminar por el filo de la navaja, por el pliego entre dos tiempos, entre dos laderas escurridizas, guardando un equilibrio inestable para no resbalar por ninguna de las dos, para evitar lo que hoy sucede; para no perderse empeñado en recuperar el tiempo perdido ni diluirse imaginando lo que no es, lo que quizá nunca sea.

Es hora de empezar el día. Calienta un poco de leche y se sienta en la terraza mientras el ruido, el abrumador ruido de la ciudad se despereza lenta y convulsamente, como todo por aquel lugar en el que se ha escondido. Al que creía haber ido en busca de una oportunidad, de un futuro, de otro horizonte. Ya no está tan seguro.

Suena el teléfono. No te preocupes, Chang, llevo un rato despierto. Sí, me ocuparé de sacar la carga del puerto esta misma mañana. Lo sé, vamos con retraso y tenemos que cumplir los plazos de la obra. No habrá problema, confía en mí. Salgo en seguida, antes de ir al puerto paso por la oficina. Hasta ahora mismo, Chang.

El día se abre y Fernando salta sobre él, empieza a correr tratando de guardar el equilibrio, intentado mantener los pies en la delgada línea del tiempo.

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